La dominación del espíritu
ATENEO DE MADRID
19 de diciembre de 2002
ESPÍRITU: PENSAMIENTO Y PALABRA
LA DOMINACIÓN DEL ESPÍRITU
Por ISIDRO-JUAN PALACIOS
¿Cuándo el espíritu empieza a morir?
Para los griegos, los dioses y los hombres no se diferenciaban por la inmortalidad del espíritu o del alma, sino por la inmoralidad del cuerpo. Los primeros no morían, mientras que los segundos sí. La vitalidad, que residía en el cuerpo, se iba y languidecía en los hombres.
El imposible ideal pagano de sobrevivir después de la muerte lo quiso resolver el cristianismo, entre otros, con la resurrección de la carne. Pues el espíritu sobrevive, mientras que el cuerpo… He aquí el dilema.
El error del dilema es plantear esa disyuntiva, esto es, la dicotomía del cuerpo y el alma, de la materia y el espíritu. Pues, en efecto, el espíritu empieza a "morir" cuando distinguimos entre cosas "materiales" y "espirituales". Es una falsa disyuntiva, porque dentro del Ser, donde en realidad está todo, todo perdura, todo es. Permanece.
El problema, por consiguiente, reside en el cuándo el hombre comienza a ver semejante división y, lo que es aún peor, a enfrentarla.
El espíritu es la técnica
Dado que el espíritu no puede morir y, de hecho no muere, la cuestión para mi se plantea de otra manera. No deberíamos hablar tanto de la muerte del espíritu como de su dominación por el hombre. De eso es de lo que deberíamos hablar ahora, de los intentos que hace el hombre desde antiguo por dominar el espíritu y, doblegándolo en apariencia, intentar ponerlo al servicio de sus exclusivos y malsanos intereses.
Que no debemos distinguir entre "materiales" y "espirituales" lo pone de manifiesto el dato de que por doquier hasta las cosas llamadas materiales tienen vida propia. Se realizan a sí mismas, conforme a su ser dado desde el principio, sin que nada ajeno o externo a ellas intervenga. Así el agua, la espiga de trigo, la hierba o la encina. Antes de que el mundo conociera al hombre, aquél ya se hacía y era sin él.
La causa por la que las cosas o los seres se hacen se ha detectado desde antiguo. Ha recibido diversos nombres. Está ahí. Las cosas tienen en sí, inherentes, un algo que las realiza. Unos la han llamado: "fuego", "energía", "lumen naturae", "poder" o "soberanía"; otros: "alma", "espíritu" o, simplemente, "técnica".
La técnica es el espíritu de las cosas que las despliega tal como ellas son por naturaleza. Evidentemente, ni el espíritu, ni la técnica son algo malo, sino, por el contrario, la cualidad que identifica y desenvuelve la realidad de esas mismas cosas o seres, conforme a su bondad. Pues el bien es el ser que tenemos y la bondad es su acción en el mundo.
Cuando se inicia el desastre
Mientras el ser humano sigue dentro del mundo, la vida es armónica; pero cuando el hombre quiere salir de él, comienza a distinguirse del mundo, y lo observa como un objeto donde suceden cosas distintas a él, ajenas, es entonces cuando nace la causa de todos los problemas que padecemos.
Entre el 13.000 y el 10.000 antes de Cristo, el hombre comenzó a observar el mundo como algo dual, diferente o distanciado, y pensó: ¿y si yo dominara los ciclos vitales y me apropiara de ellos, los domesticara? Todo podría ser de otra manera. Hasta ese momento los hombres, como las plantas y los animales, dependían del mundo. Estaban a su merced, a la merced de una madre que alimenta a sus hijos de sí misma, los cuida, los protege, los alivia y los entierra. Los tiene siempre consigo.
El ser humano que pensaba en términos dominantes seguía también dependiendo del mundo, aunque pronto esgrimiría frente a él una relación muy diferente. En este instante, muchos hombres se separan de las plantas, de los animales y de otros muchos de sus semejantes que seguirían fieles al modelo antiguo. Esta fue la primera revolución y la que daría entrada a todas las demás que luego han sido, y cuya causa justificativa anida en el manifiesto deseo, en el pensamiento y acción de cambiar el mundo.
Para dominarlo, tenía primero que apropiarse del mundo, acotarlo, hacerlo de su exclusividad. Una vez en la propiedad de las cosas, asumiría su domesticación, colocando todo bajo su mirada. Es entonces cuando nace la tecnología definida como la apropiación del espíritu de las cosas por la razón y el arte. Descubrir cómo funciona la técnica de los seres para, mediante su conocimiento, su disección y manipulación hacer con ellas y en ellas lo que el yo asaltante quisiera. Esta premisa alumbra la magia y desde ella y con ella (no hay que olvidarlo, aunque los científicos no quieran reconocerlo) se introduce su heredera la ciencia y sus aplicaciones prácticas: la tecnología de la vida. Nuestro ahora.
Desde ese sobrecogimiento, desde ese asombro, el mundo dejó de ser salvaje, libre (cada cosa realizándose con fidelidad a su ser y ofreciendo sus productos a los demás seres), y se desencadena su calvario hacia la destrucción por el dominio de la técnica. Ha empezado la era de la domesticación. De esta responsabilidad, que únicamente cabe al hombre moderno, que ya naciera como se ha dicho hace diez o trece mil años, no hace unos pocos siglos como engañosamente se cree; de tal crimen contra la vida únicamente se salvan los pueblos que, desde antiguo y a lo largo de los siglos, no han querido sumarse, ni asimilarse, manteniéndose salvajes con su resistencia a la incorporación; y, con ellos, los caballeros andantes y los monjes de todas las culturas, de todas las religiones.
Es aquí, en el punto de partida del proceso, cuando surge la dialéctica, al tener el rebelde la necesidad de desmenuzar y seccionar las cosas para su apropiación. Separándose del mundo y seccionándolo, separa y escinde cielo y tierra, materia y espíritu, cuerpo y alma, divino y humano, luces y sombras, nosotros y ellos, yo y tú…
Sabe este nuevo hombre qué es la materia, pues la toca y la devora, pero, se pregunta: ¿qué es el espíritu o la técnica que la realiza y la hace ser lo que es? Eso es lo que hay que conseguir dominar. Entonces seremos "como dioses". Matizo e insisto: no dioses, sino "como" dioses.
Devoramos el mundo
Se ha puesto en marcha el vértigo. La tecnología succiona el mundo. El hombre se apropia de los seres extrayéndoles su soberanía, su espíritu. Sacando todo hacia las periferias, inaugurando la era de lo público, del espectáculo y la información a toda costa. Porque conocer es poder. Nace la agricultura, la era de los metales, el mercado, la política, la investigación... por el progreso y la existencia más cómoda y pertrechada.
Un cambio de paradigma tal que enseguida agita el mundo. Brotan los desequilibrios en la riqueza disponible y acumulada, y eso mete la guerra incesante en el mundo como un mal endémico. Al principio imperceptibles, las consecuencias de la mudanza acometida por acá o por allá, el viejo don apacible se tambalea hasta llegar a desaparecer a media que progresa la agitación. Ya no sabemos lo que significa vivir en paz. Y estamos expuestos a todo.
Estamos ya fuera, en el exterior y en medio del saqueo del mundo. La dialéctica naciente enseguida se reconstituye en el mismo proceso que ha liberado. La apropiación ha inventado una nueva polaridad entre riqueza y pobreza que antes de ella no existía. Todos éramos igualmente pobres o igualmente ricos en un orbe que ofrecía su abundante generosidad. De la apropiación y la acumulación vivieron las guerras permanentes, que no nos abandonan desde hace, más o menos, once mil años; llegaron la esclavitud y todas las revoluciones que la ambición humana ha encendido; revoluciones no sólo políticas, sino también religiosas, que en la existencia posterior han sido hasta nuestros días. El daño es imparable desde que la impostura naciera.
Es en este proceso, que acabo de desplegar apresuradamente, donde se dan cita todas las crueldades.
¿Cómo se puede recuperar el espíritu?
Basta con desandar todo el proceso con un gesto en el presente para deshacer la adversidad expandida. Volviendo a la unidad primera y no saliendo del mundo, sino permaneciendo en él o "volviendo" a él. Al primer espacio: la Naturaleza; a la primitiva fiesta, el día y la noche; a la oración continua, esa que se realiza viviendo o muriendo, ininterrumpidamente, ya hagamos lo que hagamos, ya durmamos, ha hablemos, ya comamos, ya recemos, porque estamos en el Ser y somos del Ser. No tenemos un ser, es el Ser quien nos contiene; no poseemos un espíritu, vivimos en el seno del Espíritu. Nada en la naturaleza deja de ser lo que es para hacer lo que hace. Sólo el hombre que ha salido de la naturaleza deja de ser lo que es. Y así, si tiene que hacer oración va al templo y si quiere dejar la oración sale del templo; si quiere trabajar va al trabajo, si quiere dejar de trabajar sale del trabajo; si quiere una diversión sale y la busca hasta que la encuentra "fuera"… Deja muchas veces de ser para estar en diferentes lugares y ser de modos distintos. Tal es la vida partida que ahora experimentamos.
Por último, ¿qué espíritu hay que recuperar?
La tarea, por tanto, viene sola: ¿qué espíritu hay que recuperar? Es el espíritu que vuelve al Ser, a ser en el Ser. Cada uno según su naturaleza. La hierba siendo hierba, el lobo, lobo; el hombre, hombre. Múltiples formas tiene el Ser de ser. Cada cual tiene la suya. La tarea consiste en permanecer en ella o recuperarla si ésta se ha perdido.
Para buscarse la propia, los monjes salen de la ciudad y vuelven al mundo, al primitivo seno de la creación, a lo más recóndito y salvaje, indomesticado, si es posible, aún no tocado o machado por la ambición humana; y allí, en la soledad no civilizada y donde el bullir del mercado no llega, descubren su ser… en el Ser.
No llevan nada, ni siquiera un nombre. Nada. Se entregan confiantes como niños que no temen nada. Vuelven así a ser como siempre fue la humanidad primera. Sin necesidades, sin atributos, sin pretensiones… a merced. Sencillamente, porque lo tenían y lo eran todo en el Ser.
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